viernes

Deprimido

El teléfono volvió a sonar, y como en los últimos días, Juan no contestó. Todavía no quería hablar con nadie. La contestadora respondió a la llamada con su voz, y su madre dejó el quinto recado de la semana.

No tenía interés en escuchar, de quien fuera, palabras de apoyo o invitaciones a tomar cafés o salir de fiesta.

Cada quien duela una relación cuando termina a su manera, y ésta era la suya. No había salido más que lo indispensable de su departamento, y no se había cambiado de ropa en por lo menos dos semanas: a final de cuentas, había perdido el sentido de su vida.

Los Kleenex que estaban en el suelo, apilados en montones, recordaban los momentos en los cuales no había podido contener sus lágrimas. Y una foto de ella, la única que conservaba, ya estaba desgastada de tanto ser vista.

Cerró los ojos para descansarlos un momento. A pesar que parecía que era lo único que hacía, el no hacer nada lo mantenía agotado físicamente.

Por encima del sonido de la televisión, escuchó que alguien tocaba su puerta. Abrió los ojos y bajó el volumen con el control remoto . Si no había alucinado el sonido, la persona detrás de la puerta volvería a tocar.

A lo pocos segundos, la puerta sonó otra vez.

Se levantó del sillón y observó la hora en el reloj de la pared. Las manecillas marcaban las seis cuarenta y tres, mientras el segundero seguía avanzando eternamente con su tic tac. Siguiendo el ritmo del reloj caminó hasta la entrada de su departamento.

No quería ver a nadie.

Recargó la cabeza en la puerta y preguntó suavemente: –¿Quién?.

–Tenemos una cita. – dijo una voz hueca, del otro lado de la puerta.

–Te equivocaste de casa– dijo Juan, –y no vayas a dejar propaganda religiosa, ¿eh?

Toc. Toc. Toc.

–Ya te dije que te equivocaste de casa, déjame descansar...

Toc. Toc. Toc.

–¿Juan Ortiz?– dijo la voz hueca.

Juan levantó la cabeza de la puerta. La persona del otro lado de la puerta lo conocía, pero el no reconocía la voz. ¿Acaso alguien le estaba jugando una broma?

–¿Quién eres?

–Soy tu cita de las seis cuarenta y cinco. Y efectivamente, son las seis cuarenta y cinco.

Juan sabía que no tenía ninguna cita, a esta hora o a ninguna. No había hablado con nadie en más de quince días, sin embargo, sabía de alguna manera que la voz que estaba del otro lado de la puerta estaba diciendo la verdad.

Volteó a ver el reloj de la pared y, efectivamente, marcaba las seis cuarenta y cinco. Pero el tic tac había dejado a un lado la eternidad.

–¿Quién eres?– volvió a preguntar.

–Abre la puerta Juan.

Giró la perilla de la puerta, y la temperatura bajó un par de grados.