jueves

Cuento - La Hermandad

LA HERMANDAD DE LA ROSA

Nanomáquina
Una máquina artificial de tamaño molecular

Ya estaba infectado. A pesar de que no podía verlos, sabía que millones de nanomáquinas se encontraban circulando dentro de su cuerpo. Gracias a que había bebido de su sangre, ahora ya era uno de ellos, uno de los inmortales.

“Dentro de poco sentirás la necesidad”, le comentó Azis.

Como estaba recién convertido, las máquinas fueron crueles con su cuerpo, adaptándolo a sus necesidades. Comenzó a sentir dolores agudos por distintas partes de su cuerpo, y se dobló hasta quedar en posición fetal en el suelo. Después sintió como su piel se iba contrayendo, como si algo dentro de él la estuviera chupando. Sus nuevos huéspedes estaban alimentándose de él.

Alzó la vista. Sus ojos le ardían como punzadas, y su visión se había alterado. A su alrededor todo se encontraba descolorido y fuera de foco, solamente podía ver con claridad un cuerpo encadenado en la pared, una mancha roja que le llamaba como un faro. Podía ver claramente como la sangre circulaba por las venas de esa silueta, y la intensidad con la que latía su corazón.

Las nanomáquinas necesitaban combustible, más sangre. Y se lo estaban exigiendo.

Se arrastró hasta el cuerpo lentamente, y no podía escuchar nada más que el latido del corazón proveniente de esa silueta encadenada. Cada metro le parecía un kilómetro de distancia, su cuerpo estaba muriéndose, pero su salvación estaba cada vez más cerca.

Agarrándose de la persona encadenada se logró poner de pie. A la lejanía escuchó un grito apagado de alguien conocido, en medio de llantos, mientras que el cuerpo encadenado se contorsionaba y abría la boca.

Sintió un dolor inimaginable en su mandíbula superior, que se agudizó aún más cuando las moléculas de sus colmillos comenzaron a cambiar.

Ahora ya tenía una manera de llegar fácilmente a esa sangre. No esperó más y mordió el cuerpo en la parte del cuerpo donde la circulación de la sangre se veía más intensa, el cuello. Rasgó su piel hasta que la sangre estuvo a su alcance. Bebió de su cuello hasta saciar las necesidades de las nanomáquinas.

Entonces sintió como la fuerza regresaba a todos sus músculos, a cada extremidad de su cuerpo… una vez más podía ver y escuchar con normalidad.

Volteó a ver el cuerpo encadenado, y se le fue el aliento cuando se percató que era el cadáver de su esposa.

Azis se acercó a él, lo agarró firmemente de su hombro izquierdo y dijo: “Bienvenido a la Hermandad de la Rosa”.

©2004 Santiago Casares

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